Sobre el monte Tabor, Jesús les mostró a sus discípulos una manifestación maravillosa y divina, como una imagen prefigurativa del Reino de los cielos. Exactamente es como si les dijera: “Para que la espera no engendre en vosotros incredulidad, desde ahora, inmediatamente y verdaderamente os digo que entre los que están aquí hay algunos que no conocerán la muerte, antes de haber visto al Hijo del hombre venir en la gloria de su padre” (Mt 16,28). (…) Tales son las maravillas divinas de esta fiesta. (…) Ya que es al mismo tiempo la muerte y la fiesta de Cristo lo que nos reúne. Con el fin de penetrar en estos misterios con los que han sido escogidos entre los discípulos, escuchemos la voz divina y santa que, como desde lo alto (…), nos convoca de modo urgente: “Venid, gritad hacia la montaña del Señor, al día del Señor, hacia el lugar del Señor y en la casa de vuestro Dios”. Escuchemos, con el fin de que iluminados por esta visión, transformados, transportados (…), invoquemos esta luz diciendo: “Qué temible es este lugar; es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo” (Gn 28,17). Es pues hacia la montaña donde hay que apresurarse, como lo hizo Jesús que, allí como en el cielo, es nuestro guía y nuestro precursor. Con él brillaremos con mirada espiritual, seremos renovados y divinizados en la esencia de nuestra alma; configurados a su imagen, como él, seremos transfigurados – divinizados para siempre y transportados a las alturas. (…) Acudamos pues, con confianza y alegría, y penetremos en la nube, como Moisés y Elías, como Santiago y Juan. Como Pedro, sé llevado a esta contemplación y esta manifestación divina, sé transformado magníficamente, transportado fuera del mundo, por encima de esta tierra. Deja aquí la carne, deja la creación y vuélvete hacia el Creador al que Pedro mismo decía, arrebatado: “¡Señor, qué bien se está aquí!” Sí, Pedro, es verdaderamente bueno estar aquí con Jesús, y estar aquí para siempre.
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