«He aquí que vienen días, oráculo del Señor, en que yo sellaré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva… Pondré mi Ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón» (Jr 31,31s). Isaías anuncia que estas promesas deben ser el anuncio de una herencia para la llamada a los paganos; también para ellos se ha abierto el libro de la Nueva Alianza: «Esto dice el Dios de Israel: ‘Aquel día se dirigirá el hombre a su Creador, y sus ojos mirarán hacia el Santo de Israel. No se fijará en los altares, obras de sus manos, ni lo que hicieron sus dedos mirará…’» (17,7s). Es del todo evidente que estas palabras se dirigen a los que abandonan los ídolos y creen en Dios nuestro Creador gracias al Santo de Israel, y el Santo de Israel, es Cristo… En el libro de Isaías, el mismo Verbo dice que debía manifestarse estando entre los hombres –en efecto, el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre- y dejarse encontrar por los que anteriormente no le conocían: «Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: «Aquí estoy, aquí estoy» a gente que no invocaba mi nombre (65,1). Que este pueblo, del que habla Isaías, debía ser un pueblo santo, fue anunciado también, entre los doce profetas, por Oseas: «Amaré a No-Amada y a No-mi-pueblo y diré: ‘Tú eres mi pueblo’… y serán llamados ‘hijos del Dios vivo’» (Rm 9,25-26; Os 2,25; cf 1,9). Es este también el sentido de lo que dijo Juan Bautista: «Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras» (Mt 3,9). En efecto, después de haber sido arrancados, por la fe, del culto a las piedras, nuestros corazones ven a Dios y somos hechos hijos de Abrahán, que fue justificado por la fe
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