Cuando debes acercarte a la mesa del banquete celeste, examínate a ti mismo, según el consejo del Apóstol (cf.1 Cor 11,28). Examina cuidadosamente con qué fe te aproximas. (…) Mira primero qué fe debes tener a la verdad y la naturaleza del sacramento de la Eucaristía. Debes creer con firmeza y sin dudar lo que enseña la fe católica. En el momento que son pronunciadas las palabras de Cristo, el pan material y visible, en cierta forma, rende homenaje al Creador. Por el ministerio y servicio sacramental, da lugar, bajo la apariencia de accidentes, al Pan vivo que desciende del cielo. De manera prodigiosa e inefable, el pan material deja de existir en ese instante, aún bajo sus accidentes. La carne purísima y el cuerpo sagrado de Cristo, fueron engendrados por obra del Santo Espíritu en el seno de la gloriosa Virgen María, suspendidos en el sepulcro y glorificados en el cielo. Porque la carne no vive privada de sangre, sangre preciosa, que corrió de la cruz, felizmente por la salvación del mundo. No hay hombre verdadero sin alma con razón. Igualmente, el alma gloriosa de Jesucristo, que es en gracia y gloria superior a toda virtud, gloria y poder y en la que reposan los secretos de la sabiduría divina (cf. Col 2,3), está presente. Ya que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, Dios está ahí en la gloria de su majestad. Juntas y distintas una de otra, estas cuatro realidades se encuentran enteras y perfectamente contenidas bajo las especies del pan y del vino, tanto en la hostia como en el vino. Igualmente en ambos, nada falta en ninguno que debiera ser suplantado, todo se encuentra en cada uno, por un misterio del que podríamos decir mucho (cf. Heb 5,11). Es suficiente creer que cada especie contiene al verdadero Dios y Hombre, rodeado de Ángeles y de la presencia de Santos.
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